Hasta
hace unos días, el único recuerdo argentino que podía traerme mi
ventana sobre la rue de Gentilly era el paso de algún gorrión idéntico a
los nuestros, tan alegre, despreocupado y haragán como los que se bañan
en nuestras fuentes o bullen en el polvo de las plazas.
Ahora unos amigos me han dejado una vitrola y unos discos de Gardel. Enseguida se comprende que a Gardel hay que escucharlo en la vitrola, con toda la distorsión, y la pérdida imaginables; su voz sale de ella como la conoció el pueblo que no podía escucharlo en persona, como salía de zaguanes y de salas en el año veinticuatro o veinticinco. Gardel-Razzano, entonces: "La cordobesa", "El sapo y la comadreja", "De mi tierra". Y también su voz sola, alta y llena de quiebros, con las guitarras metálicas crepitando en el fondo de las bocinas verde y rosa: "Mi noche triste", "La copa del olvido", "El taita del arrabal".
Para escucharlo hasta parece necesario el ritual previo, darle cuerda a la vitrola, ajustar la púa. El Gardel de los pickups eléctricos coincide con su gloria, con el cine, con una fama que le exigió renunciamientos y traiciones. Es más atrás, en los patios a la hora del mate, en las noches de verano, en las radios a galena o con las primeras lamparitas, que él está en su verdad, cantando los tangos que lo resumen y lo fijan en las memorias.