acerca de ...

La idea de este espacio virtual no es una alabanza sin sentido, o un simple modo de expresar simples y vanas palabras adjetivantes sobre lo que muchos llaman "obra de Julio Cortázar". Sus libros son algo mas que "obra" petrificada, son mil historias, donde existen infinitos personajes, léxicos, usos y técnicas literarias y, por supuesto, miles de facetas de quien los construyó. Por eso acá se construye no sólo, entre todos, la gigante biblioteca de sus novelas, cuentos, relatos, poemas, prosas, ensayos, sino que se busca construir algo, un largo relato, que beba como inspiración el gusto o crítica hacia Cortázar y se transforme, a medida que se avance, en una eterna “rayuela” de palabras que se independicen del motor primero...Esperamos, seamos muchos rescatando el valor de la palabra escrita en unos tiempos que buscan destrozarla...o hacerle perder su fuerza...

lunes

Manuscrito hallado junto a una mano

Llegaré a Estambul a las ocho y media de la noche. El concierto de Nathan Milstein comienza a las nueve, pero no será necesario que asista a la primera parte; entraré al final del intervalo, después de darme un baño y comer un bocado en el Hilton. Para ir matando el tiempo me divierte recordar todo lo que hay detrás de este viaje, detrás de todos los viajes de los dos últimos años. No es la primera vez que pongo por escrito estos recuerdos, pero siempre tengo buen cuidado de romper los papeles al llegar a destino. Me complace releer una y otra vez mi maravillosa historia, aunque luego prefiera borrar sus huellas. Hoy el viaje me parece interminable, las revistas son aburridas, la hostess tiene cara de tonta, no se puede siquiera invitar a otro pasajero a jugar a las cartas. Escribamos, entonces, para aislarnos del rugido de las turbinas. Ahora que lo pienso, también me aburría mucho la noche en que se me ocurrió entrar al concierto de Ruggiero Ricci. Yo, que no puedo aguantar a Paganini. Pero me aburría tanto que entré y me senté en una localidad barata que sobraba por milagro, ya que la gente adora a Paganini y además hay que escuchar a Ricci cuando toca los Caprichos . Era un concierto excelente y me asombró la técnica de Ricci, su manera inconcebible de transformar el violín en una especie de pájaro de fuego, de cohete sideral, de kermesse enloquecida. Me acuerdo muy bien del momento: la gente se había quedado como paralizada con el remate esplendoroso de uno de los caprichos, y Ricci, casi sin solución de continuidad, atacaba el siguiente. Entonces yo pensé en mi tía, por una de esas absurdas distracciones que nos atacan en lo más hondo de la atención, y en ese mismo instante saltó la segunda cuerda del violín. Cosa muy desagradable, porque Ricci tuvo que saludar, salir del escenario y regresar con cara de pocos amigos, mientras en el público se perdía esa tensión que todo intérprete conjura y aprovecha. El pianista atacó su parte, y Ricci volvió a tocar el capricho. Pero a mí me había quedado una sensación confusa y obstinada a la vez, una especie de problema no resuelto, de elementos disociados que buscaban concatenarse. Distraído, incapaz de volver a entrar en la música, analicé lo sucedido hasta el momento en que había empezado a desasosegarme, y concluí que la culpa parecía ser de mi tía, de que yo hubiera pensado en mi tía en mitad de un capricho de Paganini. En ese mismo instante se cayó la tapa del piano, con un estruendo que provocó el horror de la sala y la total dislocación del concierto. Salí a la calle muy perturbado y me fui a tomar un café, pensando que no tenía suerte cuando se me ocurría divertirme un poco.

Debo ser muy ingenuo, pero ahora sé que hasta la ingenuidad puede tener su recompensa. Consultando las carteleras averigüé que Ruggiero Ricci continuaba su tournée en Lyon. Haciendo un sacrificio me instalé en la segunda clase de un tren que olía a moho, no sin dar parte de enfermo en el instituto médico-legal donde trabajaba. En Lyon compré la localidad más barata del teatro, después de comer un mal bocado en la estación, y por las dudas, por Ricci sobre todo, no entré hasta último momento, es decir hasta Paganini. Mis intenciones eran puramente científicas (pero es la verdad, no estaba ya trazado el plan en alguna parte) y como no quería perjudicar al artista, esperé una breve pausa entre dos caprichos pera pensar en mi tía. Casi sin creerlo vi que Ricci examinaba atentamente el arco del violín, se inclinaba con un ademán de excusa, y salía del escenario. Abandoné inmediatamente la sala, temeroso de que me resultara imposible dejar de acordarme otra vez de mi tía. Desde el hotel, esa misma noche, escribí el primero de los mensajes anónimos que algunos concertistas famosos dieron en llamar las cartas negras. Por supuesto Ricci no me contestó, pero mi carta preveía no sólo la carcajada burlona del destinatario sino su propio final en el cesto de los papeles. En el concierto siguiente -era en Grenoble- calculé exactamente el momento de entrar en la sala, y a mitad del segundo movimiento de una sonata de Schumann pensé en mi tía. Las luces de la sala se apagaron, hubo una confusión considerable y Ricci, un poco pálido, debió acordarse de cierto pasaje de mi carta antes de volver a tocar; no sé si la sonata valía la pena, porque yo iba ya camino del hotel.

Su secretario me recibió dos días después, y como no desprecio a nadie acepté una pequeña demostración en privado, no sin dejar en claro que las condiciones especiales de la prueba podían influir en el resultado. Como Ricci se negaba a verme, cosa que no dejé de agradecerle, se convino en que permanecería en su habitación del hotel, y que yo me instalaría en la antecámara, junto al secretario. Disimulando la ansiedad de todo novicio, me senté en un sofá y escuché un rato. Después toqué el hombro del secretario y pensé en mi tía. En la estancia contigua se oyó una maldición en excelente norteamericano, y tuve el tiempo preciso de salir por una puerta antes de que una tromba humana entrara por la otra armada de un Stradivarius del que colgaba una cuerda.

Quedamos en que serían mil dólares mensuales, que se depositarían en una discreta cuenta de banco que tenía la intención de abrir con el producto de la primera entrega. El secretario, que me llevó el dinero al hotel, no disimuló que haría todo lo posible por contrarrestar lo que calificó de odiosa maquinación. Opté por el silencio y por guardarme el dinero, y esperé la segunda entrega. Cuando pasaron dos meses sin que el banco me notificara del depósito, tomé el avión para Casablanca a pesar de que el viaje me costaba gran parte de la primera entrega. Creo que esa noche mi triunfo quedó definitivamente certificado, porque mi carta al secretario contenía las precisiones suficientes y nadie es tan tonto en este mundo. Pude volver a París y dedicarme concienzudamente a Isaac Stern, que iniciaba su tournée francesa. Al mes siguiente fui a Londres y tuve una entrevista con el empresario de Nathan Milstein y otra con el secretario de Arthur Grumiaux. El dinero me permitía perfeccionar mi técnica, y los aviones, esos violines del espacio, me hacían ahorrar mucho tiempo; en menos de seis meses se sumaron a mi lista Zino Francescatti, Yehudi Menuhin, Ricardo Odnoposoff, Christian Ferras, Ivry Gitlis y Jascha Heifetz. Fracasé parcialmente con Leonid Kogan y con los dos Oistrakh, pues me demostraron que sólo estaban en condiciones de pagar en rublos, pero por las dudas quedamos en que me depositarían las cuotas en Moscú y me enviarían los debidos comprobantes. No pierdo la esperanza, si los negocios me lo permiten, de afincarme por un tiempo en la Unión Soviética y apreciar las bellezas de su música.

Como es natural, teniendo en cuenta que el número de violinistas famosos es muy limitado, hice algunos experimentos colaterales. El violoncelo respondió de inmediato al recuerdo de mi tía, pero el piano, el arpa y la guitarra se mostraron indiferentes. Tuve que dedicarme exclusivamente a los arcos, y empecé mi nuevo sector de clientes con Gregor Piatigorsky, Gaspar Cassadó y Pierre Michelin. Después de ajustar mi trato con Pierre Fournier, hice un viaje de descanso al festival de Prades donde tuve una conversación muy poco agradable con Pablo Casals. Siempre he respetado la vejez, pero me pareció penoso que el venerable maestro catalán insistiera en una rebaja del veinte por ciento o, en el peor de los casos, del quince. Le acordé un diez por ciento a cambio de su palabra de honor de que no mencionaría la rebaja a ningún colega, pero fui mal recompensado porque el maestro empezó por no dar conciertos durante seis meses, y como era previsible no pagó ni un centavo. Tuve que tomar otro avión, ir a otro festival. El maestro pagó. Esas cosas me disgustaban mucho.

En realidad yo debería consagrarme ya al descanso puesto que mi cuenta de banco crece a razón de 17.900 dólares mensuales, pero la mala fe de mis clientes es infinita. Tan pronto se han alejado a más de dos mil kilómetros de París, donde saben que tengo mi centro de operaciones, dejan de enviarme la suma convenida. Para gentes que ganan tanto dinero hay que convenir en que es vergonzoso, pero nunca he perdido tiempo en recriminaciones de orden moral. Los Boeing se han hecho para otra cosa, y tengo buen cuidado de refrescar personalmente la memoria de los refractarios. Estoy seguro de que Heifetz, por ejemplo, ha de tener muy presente cierta noche en el teatro de Tel Aviv, y que Francescatti no se consuela del final de su último concierto en Buenos Aires. Por su parte, sé que hacen todo lo posible por liberarse de sus obligaciones, y nunca me he reído tanto como al enterarme del consejo de guerra que celebraron el año pasado en Los Ángeles, so pretexto de la descabellada invitación de una heredera californiana atacada de melomanía megalómana. Los resultados fueron irrisorios pero inmediatos: la policía me interrogó en París sin mayor convicción. Reconocí mi calidad de aficionado, mi predilección por los instrumentos de arco, y la admiración hacia los grandes virtuosos que me mueve a recorrer el mundo para asistir a sus conciertos. Acabaron por dejarme tranquilo, aconsejándome en bien de mi salud que cambiara de diversiones; prometí hacerlo, y días después envié una nueva carta a mis clientes felicitándolos por su astucia y aconsejándoles el pago puntual de sus obligaciones. Ya por ese entonces había comprado una casa de campo en Andorra, y cuando un agente desconocido hizo volar mi departamento de París con una carga de plástico, lo celebré asistiendo a un brillante concierto de Isaac Stern en Bruselas -malogrado ligeramente hacia el final- y enviándole unas pocas líneas a la mañana siguiente. Como era previsible, Stern hizo circular mi carta entre el resto de la clientela, y me es grato reconocer que en el curso del último año casi todos ellos han cumplido como caballeros, incluso en lo que se refiere a la indemnización que exigí por daños de guerra.

A pesar de las molestias que me ocasionan los recalcitrantes, debo admitir que soy feliz; incluso su rebeldía ocasional me permite ir conociendo el mundo, y siempre le estaré agradecido a Menuhin por un atardecer maravilloso en la bahía de Sydney. Creo que hasta mis fracasos me han ayudado a ser dichoso, pues si hubiera podido sumar entre mis clientes a los pianistas, que son legión, ya no habría tenido un minuto de descanso. Pero he dicho que fracasé con ellos y también con los directores de orquesta. Hace unas semanas, en mi finca de Andorra, me entretuve en hacer una serie de experimentos con el recuerdo de mi tía, y confirmé que su poder sólo se ejerce en aquellas cosas que guardan alguna analogía -por absurda que parezca- con los violines. Si pienso en mi tía mientras estoy mirando volar a una golondrina, es fatal que ésta gire en redondo, pierda por un instante el rumbo, y lo recobre después de un esfuerzo. También pensé en mi tía mientras un artista trazaba rápidamente un croquis en la plaza del pueblo, con líricos vaivenes de la mano. La carbonilla se le hizo polvo entre los dedos, y me costó disimular la risa ante su cara estupefacta. Pero más allá de esas secretas afinidades. En fin, es así. Y nada que hacer con los pianos.

Ventajas del narcisismo: acaban de anunciar que llegaremos dentro de un cuarto de hora, y al final resulta que lo he pasado muy bien escribiendo estas páginas que destruiré como siempre antes del aterrizaje. Lamento tener que mostrarme tan severo con Milstein, que es un artista admirable, pero esta vez se requiere un escarmiento que siembre el espanto entre la clientela. Siempre sospeché que Milstein me creía un estafador, y que mi poder no era para él otra cosa que el efímero resultado de la sugestión. Me consta que ha tratado de convencer a Grumiaux y a otros de que se rebelen abiertamente. En el fondo proceden como niños, y hay que tratarlos de la misma manera, pero esta vez la corrección será ejemplar. Estoy dispuesto a estropearle el concierto a Milstein desde el comienzo; los otros se enterarán con la mezcla de alegría y de horror propia de su gremio, y pondrán el violín en remojo por así decirlo.

Ya estamos llegando, el avión inicia su descenso. Desde la cabina de comando debe ser impresionante ver cómo la tierra parece enderezarse amenazadoramente Me imagino que a pesar de su experiencia, el piloto debe estar un poco crispado, con las manos aferradas al timón. Sí, era un sombrero rosa con volados, a mi tía le quedaba tan

(circa 1955)

Julio Cortázar

martes

Julio Cortázar, el del jazz


Jorge Luis Borges es, en el contexto de estas líneas, el de las milongas. Y Julio Cortázar, el del jazz.
Mientras Borges echaba una mirada retrospectiva para salvar del olvido (en pleno auge del modernismo) al cuchillero de extramuros con el que construyó toda una mitología poética y ensayística plasmada, por ejemplo, en "Para la seis cuerdas" y en "Evaristo Carriego", Cortázar trasladaba su origen barrial, su asimilación europea, su cultura formal de clase media, y su mundo alternativo entre París y Plaza Once a lo largo de sus cuentos y novelas, mientras husmeaba en el mundo del jazz.

En sus obras, Cortázar desordenaba el arte en favor de la vida, al cuestionar el lenguaje establecido.

Precisamente, en "Rayuela" -uno de los modelos de revolución de las palabras, de rebelión verbal heredada de la experiencia surrealista anterior a los años 60- muestra Cortázar sus afinidades con la música afronorteamericana, mezcladas de remembranzas autobiográficas.

Su amor por el jazz, por su capacidad proteica, se hace evidente en cuentos, artículos y páginas recordables de "La vuelta al día en ochenta mundos". Y sobre todo en "El perseguidor", como veremos.


Borges era sordo para la música. Lo afirmaron -eufemísticos o no- músicos eminentes, como Piazzolla. En todo caso, su música (la de Borges) anidaba en las palabras -en los juegos de palabras-, en sus sonidos, en su ritmo y sus cadencias.

Cortázar, en cambio, según contó su hermana, tocaba el clarinete. Y desde muy niño había practicado en el piano. "Los negros de allá, de Norte América, le gustaban. Los tangos, esas cosas nuestras, no." Al final, la nostalgia de Buenos Aires, en Europa, lo volvió al tango.

Por un lado habían estado la mamá y la tía de la infancia, que tocaban a cuatro manos en el piano Blüthner. Por otro, esa casa (la de él) "que había visto nacer el disco", donde él y otros fanáticos transitaban por las notas de Armstrong, que alternaban con sopranos, tenores y barítonos italianos, y ese nefasto Minué de Paderewsky, que era la música clásica en muchos hogares de clase media.

Su curiosidad por la música lo había topado, de joven, con "su primer amor", Claudia Muzzio, desde que su abuela lo llevó al Colón a la ópera Norma. Muchos, incluso, recordarán esa famosa foto de Cortázar tocando la trompeta, y aquella confesión: "Sí, en verdad toco la trompeta, pero sólo como desahogo. Soy pésimo".

En "El argentino que se hizo querer de todos", García Márquez refiere un viaje en tren, de París a Praga, junto con Carlos Fuentes y Cortázar, donde una pasajera pregunta a Cortázar sobre la introducción del piano en la orquesta de jazz, lo que le permitió a Julio desarrollar por horas una lección histórica y estética de increíble versación, rematada con una apología homérica de Thelonious Monk.


Pero el Cortázar músico, quizás el más minucioso -el jazzman-, está plasmado en "El perseguidor", que es como una pequeña "Rayuela", por las similitudes de sus personajes Johnny y Oliveira. "El perseguidor", dedicado In memoriam de Ch. P. (Charlie Parker), retrata a un Johnny Carter (donde se reúnen nombre y apellido de dos saxos memorables: Johnny Hodges y Benny Carter), que hereda aficiones de Parker: alcohol, drogas, escándalos, amoríos... Johnny es un músico arbitrario y genial, que descoloca con gestos y desplantes de intuitivo a Bruno (es decir, Cortázar), un crítico racional que está escribiendo un libro sobre Johnny.

"Todo crítico, ay, es el triste final de algo que empezó como sabor, como delicia de morder y mascar", piensa Bruno, quien, entre el perfil humano y el jazz, descubre que "uno es una pobre porquería al lado de un tipo como Johnny Carter". Bruno, que ha escrito un libro que es -lo reconoce Johnny- "como lo que toca Satchmo, tan limpio, tan puro".


Julio Cortázar, el del jazz
La Nación-04.01.1999

René Vargas Vera

viernes

Cortázar subrayaba, anotaba y dibujaba en los libros que leía

En 1993, su viuda, Aurora Bernárdez, donó a la Fundación Juan March la biblioteca del escritor. Entre sus 4.000 documentos conviven libros baratos y primeras ediciones dedicadas

En el otoño de 1980 Julio Cortázar escribió una carta imaginaria a Glenda Jackson. El escritor argentino acababa de publicar Queremos tanto a Glenda, que recoge un cuento del mismo título en el que un grupo de fans de la actriz británica se las ingenia para retocar sus películas con el fin de que sean intachables. Cuando ella, retirada hasta entonces, anuncia que vuelve a actuar, los fundamentalistas de su obra deciden matarla para, así, conservarla perfecta para siempre. En su carta-cuento -recogido dos años después en Deshoras, su último libro de relatos, con el título de 'Botella al mar'-, el narrador señala una inquietante coincidencia. A las pocas semanas de la publicación de su libro y sin tiempo, por tanto, de que apenas alguien lo hubiera leído (y mucho menos una actriz que no sabía español), Ronald Neame, el director de La aventura del Poseidón, estrenó una película protagonizada por Walter Matthau y la propia Jackson. La película, bienintencionada pero menor -"desde ya puedo decir que despreciable", apunta Cortázar-, cuenta las peripecias de una mujer que ayuda a fingirse muerto a un ex espía al que, de una tacada, persiguen la CIA, el FBI y el KGB. Todo ello mientras el perseguido escribe un libro para denunciar a su antiguos patrones. El título en inglés de ese libro es Hopscotch. Y la traducción de hopscotch al español es, y de ahí la inquietud de Cortázar, rayuela. Un escritor muerto y una actriz muerta: ¿respuesta?, ¿venganza?, se pregunta él. Lo deja en simetría.

De Rayuela, también en la edición estadounidense de Pantheon, es decir, de Hopscotch, hay decenas de ejemplares entre los fondos de la biblioteca de su autor, depositados desde abril de 1993 en la Fundación Juan March de Madrid por Aurora Bernárdez, su viuda. El lugar, en la segunda planta de un edificio de los años setenta, serviría también para una película de espías: rotundo, simétrico, iluminado con frialdad y sin alardes. Más que gris, beis desleído, como las camisas de los celadores. Celia Martínez, bibliotecaria de la fundación, se mueve con familiaridad entre los 4.000 volúmenes que Cortázar dejó al morir en su apartamento parisiense de la Rue Martel. Son tres estanterías dedicadas a la literatura en todos sus géneros y una más, mucho menos nutrida, para los títulos de arte, filosofía e historia.

A la vista de los libros que sobrevivieron a viajes, mudanzas y separaciones, la biblioteca personal de Cortázar era la de un cronopio, por usar sus palabros, es decir, poco convencional, parcial y caprichosa. Más la de alguien que lee por puro placer que la de un profesional de nada: ni de la escritura ni, por supuesto, de la lectura. Muchos de los ejemplares que contiene -ediciones de Julio Verne, Octavio Paz o Borges- valdrían hoy lo suyo en el mercado bibliófilo, pero en manos del escritor argentino no fueron más que fuente de pasión, conocimiento y, por qué no, cabreo. Highsmith (Patricia) convive aquí pacíficamente con Hölderlin y Gracián lo hace con Gordimer (Nadine) y los tres Goytisolo. Lo mismo que los imprescindibles del budismo zen comparten espacio con antologías populares de relatos de vampiros y fantasmas.

Los libros de Cortázar -que, por subrayar, subrayaba hasta los periódicos- están llenos de apuntes a lápiz o a bolígrafo, en castellano, francés e inglés. También lo están de recortes de periódicos, fotos, dibujos propios y ajenos, remites separados de sus sobres y hasta alguna tarjeta de embarque. Su biblioteca es la de alguien que, en mil notas al margen, discute sin complejos con los clásicos. Así, a Cernuda le afea que coloque a Galdós al lado de Dostoievski y al final de su ejemplar de Águila de blasón, de Valle-Inclán, escribe: "Enorme y triste parodia, ni comedia ni bárbara". Por lo demás, conserva una edición de la Odisea de 1933 traducida por Leconte de Lisle y otra fechada el mismo año -él tenía 19- del Cantar de Mío Cid. Sorprende, eso sí, la ausencia del Quijote. Por su parte, entre los clásicos modernos que él mismo tradujo, ahí está todo Poe, pero sólo una edición de Losada y otra francesa de bolsillo de Memorias de Adriano, el gran éxito de Marguerite Yourcenar.

Repleta de libros dedicados por los amigos, no hay sin embargo ninguna copia de Cien años de soledad, aunque sí de otras obras, no muchas, de Gabriel García Márquez. Entre ellas, una edición de 1966 de La hojarasca dedicada a Cortázar "con la envidia y la amistad de Gabriel". La verdad es que algunas dedicatorias son verdaderas cartas que ocupan toda una página. Es el caso de la que estampa José Lezama Lima en la primera edición de Paradiso. "El mismo día que recibo su Rayuela le envío mi Paradiso", anota el escritor cubano, que se extiende luego subrayando la conexión con su colega argentino, una sintonía que, "casi sin habernos tratado", él atribuye unas veces a algún ancestro común, otras, "me parece como si los dos hubiésemos estudiado en el mismo colegio, o vivido en el mismo barrio o que cuando uno de nosotros dos duerme el otro vela".

En ocasiones el envío de un libro va acompañado de una premonición. Así, Alejandra Pizarnik decora unas de sus plaquettes con el recortable de una pareja de niños a la que ella misma bautiza con dos flechas: Julio y Aurora. Más tarde, en 1970, cuando la escritora le envía a su amigo desde Buenos Aires una separata de Papeles de Son Armadans, la revista mallorquina de Camilo José Cela, las guardas están llenas de fragmentos bastante menos luminosos: "En el hospital aprendo a convivir con los últimos desechos. Mi mejor amiga es una sirvienta de 18 años que mató a su hijo. Empecé a leer mucho. Te apruebo mucho políticamente. Tu poema de Panorama es grande porque me hizo bien". Y firma: "Alejandra, que tiene miedo de todo salvo (ahora, oh Julio) de la locura y la muerte. Hace dos meses que estoy en el hospital. Excesos y luego intento de suicido -que fracasó, hélas-". Dos años más tarde, Pizarnik conseguía suicidarse. Cortázar, por su parte, conservó hasta el final uno de los libros de la biblioteca de su amiga. Lo había escrito Ramón Gómez de la Serna, se titulaba Los muertos y las muertas.

El trato de Cortázar con los libros, queda dicho, es de todo menos idólatra. El escritor juguetea a placer con cada uno de sus volúmenes, muchos de ellos de bolsillo. Así, pinta barba y bigotes a Drácula en la cubierta de una edición barata de la novela de Bram Stoker y cambia a mano el título a la Antología del humor negro, de André Breton, para convertirla en Antología del humor bretón, por André Noir. Otras veces sus notas son las de un implacable cazador de erratas ("che, qué manera de revisar el manuscrito", anota mientras corrige el nombre de Somerset Maugham, mal escrito en las memorias de Pablo Neruda, un autor del que posee varios títulos dedicados con la intransferible tinta verde que usaba el poeta chileno.

Cortázar, además, usaba a veces los libros para anotar las circunstancias en las que los iba leyendo: "Leo en un restaurante de Rothemburg. Hace frío. Mucho Geis". Y otra vez: "En un café lleno de vampiros (...) y entonces, Salinas", anota en su ejemplar de las obras completas del maestro de la generación del 27 mientras trabaja en una antología de su obra. En ocasiones, en fin, el escritor se extiende en sus impresiones de lectura. Así, en la última página de Las estructuras antropológicas del imaginario, el clásico de Gilbert Durand, escribe unas palabras que tienen algo de reseña fulminante y algo también de poética privada: "Un gran libro en la medida que da a la imaginación todo su alcance. A los que oponen lo 'real' a lo 'fantástico' dando a éste un mero valor de compensación, G. D. demuestra que aun en las actitudes más racionales (...) los arquetipos y lo imaginario son elementos motores, creadores, dominantes, igual que cualquier capacidad racional del hombre". Toda una declaración de parte de alguien para el que la literatura era, sobre todo, realidad y fantasía, misterio y juego.

La biblioteca de Julio Cortázar en la Fundación Juan March de Madrid se completa con catálogos y monografías dedicadas a artistas como Balthus, Saura, Delvaux o Duchamp. Su archivo, entre tanto, se reparte entre las universidades estadounidenses de Austin -allí está el manuscrito de Rayuela- y Princeton. Con todo, el gran complemento de ese torrente de papel es, sin duda, la colección de fotografías y filmaciones que la propia Aurora Bernárdez donó el año pasado al Centro Galego de Artes da Imaxe. En el legado, que durante años guardó en París el pintor Julio Silva, íntimo de Cortázar, hay por supuesto, retratos en los que se ve al escritor en mil poses distintas o rodeado de sus amigos: con Lezama Lima en La Habana o, disfrazado de vampiro, con García Márquez en París.

Uno de los grandes valores del archivo gallego, no obstante, reside en la cantidad de material producido por el propio novelista. Por un lado, decenas de fotos tomadas por él, algunas de las cuales terminaron formando parte de proyectos narrativos como La vuelta al día en ochenta mundos, almanaque misceláneo de difícil clasificación, o en Los autonautas de la cosmopista, el particular libro de viajes por los aparcamientos de la ruta entre París y Marsella que escribió a cuatro manos con Carole Dunlop, su segunda mujer, fallecida dos años antes que él. Por otro lado, las películas en súper 8 rodadas en las docenas de lugares a los que Cortázar llevó su interminable curiosidad, ya se tratara de un hormiguero o de un parque natural en África.

Son otros 4.000 documentos para redondear un universo que ha inspirado a cineastas como Jana Bokova, Alexandre Aja o Tritán Bauer, por no hablar de los dos grandes: el Michelangelo Antonioni de Blow Up o el Jean-Luc Godard de Week End, dos filmes inspirados, respectivamente, en los relatos "Las babas del diablo" (de Las armas secretas) y "Autopista hacia el sur" (de Todos los fuegos el fuego). Nada extraño, por otro lado, en alguien que siempre relacionó cuento y fotografía, novela y cine. Aunque no siempre Glenda Jackson anduviera por medio.

Javier Rodríguez Marcos

martes

Aplastamiento De Las Gotas



Yo no sé, mirá, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana, se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes mientras le crece la barriga, ya es una gotaza que cuelga majestuosa y de pronto zup ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol. Pero las hay que se suicidan y se entregan en seguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran, me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.