acerca de ...

La idea de este espacio virtual no es una alabanza sin sentido, o un simple modo de expresar simples y vanas palabras adjetivantes sobre lo que muchos llaman "obra de Julio Cortázar". Sus libros son algo mas que "obra" petrificada, son mil historias, donde existen infinitos personajes, léxicos, usos y técnicas literarias y, por supuesto, miles de facetas de quien los construyó. Por eso acá se construye no sólo, entre todos, la gigante biblioteca de sus novelas, cuentos, relatos, poemas, prosas, ensayos, sino que se busca construir algo, un largo relato, que beba como inspiración el gusto o crítica hacia Cortázar y se transforme, a medida que se avance, en una eterna “rayuela” de palabras que se independicen del motor primero...Esperamos, seamos muchos rescatando el valor de la palabra escrita en unos tiempos que buscan destrozarla...o hacerle perder su fuerza...

jueves

Julio

"Yo creo que desde muy pequeño mi desdicha y mi dicha al mismo tiempo fue el no aceptar las cosas como dadas. A mí no me bastaba con que me dijeran que eso era una mesa, o que la palabra "madre" era la palabra "madre" y ahí se acaba todo.
Al contrario, en el objeto mesa y en la palabra madre empezaba para mi un itinerario misterioso que a veces llegaba a franquear y en el que a veces me estrellaba"

Julio Cortázar
26 de agosto de 1914-12 de febrero de 1984

martes

Prólogo a "Cartas de mamá"

Hacia 1947 yo era secretario de redacción de una revista casi secreta que dirigía la señora Sarah de Ortiz Basualdo. Una tarde, nos visitó un muchacho muy alto con un previsible manuscrito. No recuerdo su cara; la ceguera es cómplice del olvido. Me dijo que traía un cuento fantástico y solicitó mi opinión. Le pedí que volviera a los diez días. Antes del plazo señalado, volvió. Le dije que tenía dos noticias. Una, que el manuscrito estaba en la imprenta; otra, que lo ilustraría mi hermana Norah, a quien le había gustado mucho. El cuento, ahora justamente famoso, era el que se titula Casa Tomada. Años después, en París, Julio Cortázar me recordó ese antiguo episodio y me confió que era la primera vez que veía un texto suyo en letras de molde. Esa circunstancia me honra.
Muy poco sé de las letras contemporáneas. Creo que podemos conocer el pasado, siquiera de un modo simbólico, y que podemos imaginar el futuro, según el temor o la fe; en el presente hay demasiadas cosas para que nos sea dado descifrarlas. El porvenir sabrá lo que hoy no sabemos y cursará las páginas que merecen ser releídas. Schopenhauer aconsejaba que, para no exponernos al azar; sólo leyéramos los libros que ya hubieran cumplido cien años. No siempre he sido fiel a ese cauteloso dictamen; he leído con singular agrado Las armas secretas, y he elegido este cuento.
Una historia fantástica, según Wells, debe admitir sólo un hecho fantástico para que la imaginación del lector la acepte fácilmente. Esta prudencia corresponde al escéptico siglo diecinueve, no al tiempo que soñó las cosmogonías o el Libro de las Mil y Una noches. En Cartas de Mamá lo trivial, lo necesariamente trivial, está en el título, en el proceder de los personajes y en la mención continua de marcas de cigarrillos o de estaciones de subterráneos. El prodigio requiere esos pormenores.
Otro rasgo quiero indicar. Lo sobrenatural, en este admirable relato, no se declara, se insinúa, lo cual le da más fuerza, como en el Izur de Lugones. Queda la posibilidad de que todo sea una alucinación de la culpa.
Alguien que parecía inofensivo vuelve atrozmente.
Julio Cortázar ha sido condenado, o aprobado, por sus opiniones políticas. Fuera de la ética, entiendo que las opiniones de un hombre suelen ser superficiales y efímeras.

Por Jorge Luis Borges
Buenos Aires, 29 de noviembre de 1983

domingo

Peripecias del agua

Basta conocerla un poco para comprender que el agua está cansada de ser un líquido. La prueba es que apenas se le presenta la oportunidad se convierte en nieve o en vapor, pero tampoco eso la satisface; el vapor se pierde en absurdas divagaciones y el hielo es torpe y tosco, se planta donde puede y en general sólo sirve para dar vivacidad a los pingüinos y a los gin and tonic. Por eso el agua elige delicadamente la nieve, que la alienta en su más secreta esperanza, la de fijar para sí misma las formas de todo lo que no es agua, las casas, los prados, las montañas, los árboles.

Pienso que deberíamos ayudar a la nieve en su reiterada pero efímera batalla, y que para eso habría que escoger un árbol nevado, un negro esqueleto sobre cuyos brazos incontables baja a establecerse la blanca réplica perfecta. No es fácil, pero si en previsión de la nevada aserráramos el tronco de manera que el árbol se mantuviera de pie sin saber que ya está muerto, como el mandarín memorablemente decapitado por un verdugo sutil, bastaría esperar que la nieve repitiera el árbol en todos sus detalles y entonces retirarlo a un lado sin la menor sacudida, en un leve y perfecto desplazamiento.

No creo que la gravedad deshiciera el albo castillo de naipes, todo ocurriría como una suspensión de lo vulgar y lo rutinario; en un tiempo indefinible, un árbol de nieve sostendría el realizado sueño del agua. Quizá le tocara a un pájaro destruirlo, o el primer sol de la mañana lo empujara hacia la nada con su dedo tibio. Son experiencias que habría que intentar para que el agua esté contenta y vuelva a llenarnos jarras y vasos con esa resoplante alegría que por ahora sólo guarda para los niños y los gorriones.


Unomásuno, México, 11 de abril de 1981, página 107 de Papeles inesperados.

miércoles

Bajo Nivel


"Los subterráneos de Buenos Aires y los de París tienen correspondencias secretas, alusiones poéticas y un oscuro bestiario, que trazan los límites de un país con lenguaje propio.-

“Puede ser que, una vez más, todo empiece por las palabras y entonces, claro, con ellas. Puede ser que el vocabulario del metro sea en parte la raíz de ese contacto de por vida que tengo con él, y que de ahí provengan tantas páginas que le he dedicado o que él me ha dictado con relatos y novelas, bumerang del verbo que retorna a la mano y a los ojos.

Correspondencias por ejemplo: en París es el término que indica los cambios que pueden hacerse entre las diferentes líneas, pero como en casi toda la nomenclatura de nuestros Hades urbanos, es un término cargado. Cuando llegué a París en 1949, trayendo como brújula la literatura francesa, Charles Baudelaire era mi gran psicopompo; el primer día quise conocer el Hôtel Pimodan, en la Isla Saint-Louis y al preguntar por el metro que me llevaría a orillas dek Sena, el hotelero me indicó la línea y agregó: “Es fácil, no hay más que una correspondencia”. En ese mismo momento, mi memoria volvía una y otra vez al célebre soneto de Baudelaire, y de golpe sentí que todo estaba bien, que entre París y yo no habría rupturas. Veintinueve años han pasado y las correspondencias entre nosotros persisten y se ahondan.

En Inglaterra y Estados Unidos, las correspondencias de llaman cambios, y en mi país, combinaciones. Cualquiera de las tres palabras contienen cargas análogas, insinúan mutación, transformación, metamorfosis. El hombre que baja al metro no es el mismo que vuelve a la superficie; pero, claro, es preciso que haya guardado el óbolo entre los dientes, que haya merecido el traslado, que para los demás no pasa de un viaje entre estaciones, de un olvido inmediato.



En el principio fueron los olores. Yo tenía ocho o nueve años y desde el suburbio bonaerense donde vivíamos, mi abuela me llevaba de visita a la casa de unos amigos. Primero un tren local, luego un tranvía, y por fin, desde el centro de la ciudad, el subterráneo, que los porteños llaman subte casi como si le tuvieran miedo a la palabra completa y quisieran neutralizarla con un corte desacralizador. Hoy sé que el trayecto en subte no duraba más de veinte minutos, pero entonces lo vivía como un interminable viaje en que todo era maravilloso desde el momento de bajar las escaleras y entrar en la penumbra de la estación, oler ese olor que sólo tienen los metros y que es diferente en cada uno de ellos. Mi abuela me llevaba de la mano (su traje negro, su sombrero de paja con un velo que le cubría la cara, su invariable ternura), y había esos minutos en el andén en que yo veía la hondura del túnel perdiéndose en la nada, las luces rojas y verdes parpadeando en la profundidad, y luego el fragor progresivo, el tren dragón rugiendo y chirriando, los asientos de madera que yo rechazaba para quedarme de pie contra una ventanilla, la cara pegada al vidrio. rque cuando el tren tomaba velocidad, las paredes del túnel se animaban, se convertían en una pantalla móvil con cables como serpientes negras ondulando, con el paso instantáneo de las luces, y siempre ese olor en el aire espeso y lento que nada tenía que ver con el de afuera, con el de arriba. En algún momento, que cada vez tenía algo de milagroso, el tren ascendía a la superficie, las ventanillas se llenaban de sol y de copas de árboles; algo como alivio, como rescate de esa breve temporada en el infierno, y a la vez la monotonía de recuperar la normalidad, las calles y las gentes y el té con pasteles que nos esperaban invariables a cada visita mensual, decirse entonces que el viaje no había terminado, al caer la noche volveríamos a tomar el subte, de nuevo el túnel y la serpientes y el olor, de nuevo ese interregno excepcional que de alguna manera me condenaba a cosas como ésta, a escribirlo aquí cincuenta y tantos años después. Por cosas así puede llegar a mantenerse un comercio furtivo con el metro, una relación en que no se habla pero que, un día, asoma en los sueños y en esa otra manera de soñar que son los cuentos fantásticos.

Allí y en pasajes de novelas he ido coagulando a lo largo de esos años ese sentimiento de pasaje que nada tiene que ver con el traslado físico de una estación a otra. Ya en Buenos Aires y en la juventud, el subte Anglo me había llevado a la escritura, y recuerdo que al subir a la superficie mi primer impulso era entrar en alguno de los sombríos y viejos cafés del centro donde de alguna manera se mantenía ese clima de extrañamiento con relación a lo que me estaba esperando el resto del día. Era entonces mi sola experiencia en ese terreno, y no podía imaginar que alguna vez otras ciudades del mundo habrían de darme, como sin duda le ha ocurrido a Siet Zudyderland, diferentes aproximaciones a un centro común: Porque hoy sé que el metro, el subte, el underground, el subway, no sólo se asemejan obligadamente en el plano funcional, sino que todos ellos crean a su manera un mismo sentimiento de otredad que algunos vivimos como una amenzaza y que al mismo tiempo es una tentación.
Si bajar del metro representa para mí una leve angustia, una crispación física que pasa enseguida, no es menos cierto que, al salir de él significa para él una indefinible renuncia, un regreso a la seguridad cobarde de la calle; como haber soslayado una indicación, un sistema de signos acaso descifrables si no es prefiriera casi siempre lo superficial. Como en el teatro y en el cine, en el metro es de noche. Pero su noche no tiene esa ordenada delimitación, ese tiempo preciso y esa atmósfera artificialmente agradable de las salas de espectáculos. La noche del metro es aplastante, húmeda de un verano de invernáculo y además infinita, en cualquiera de sus puntos o de sus horas la sentiremos prolongarse en los tentáculos de los túneles, en cualquiera de las estaciones en que bajemos estará latiendo uno de los muchos corazones del inmenso pulpo negro que subtiende la ciudad. La noche del metro no tiene comienzo ni fin, allí donde todo se conecta y se trasvasa, donde la estaciones terminales son a la vez llegada y partida; llamarlas terminales es una de las muchas formas de defensa ante ese temor indefinido que espera a al penumbra del primer corredor, del primer andén.
El metro como intercesor entre el condicionamiento rutinario de la calle y el momentáneo despertar de otros estados de cenestesia y de conciencia. A diferencia de la marcha en la calle, donde las opciones de vigilancia son incesantes, basta iniciar el descenso para que una mano invisible se apodere de la nuestra y nos lleve sin la menor posibilidad de elección hacia el destino prefijado. No se va de dos maneras diferentes de la estación Étienne Marcel a la estación Ranelagh: flechas y pasajes y carles y escaleras anulan todo margen de capricho, todo zigzag de superficie. Pasajeros y trenes se mueven dentro de la misma relojería predeterminada, y es entonces cuando las potencias de la superficie se adormecen y puede suceder que accedamos a otros niveles; al liberarnos de la libertad, el metro nos vuelve por un momento disponibles, porosos, recipientes de todo lo que la libertad de la superficie nos priva, puesto que ser libres allí arriba significa peligro, opción necesaria, luz roja, cruzar en las esquinas mirando del buen lado (…) -1978-

“Bajo Nivel”-Julio Cortázar

sábado

El niño bueno

No sabré desatarme los zapatos y dejar que la ciudad me muerda los pies
no me emborracharé bajo los puentes, no cometeré faltas de estilo.
Acepto este destino de camisas planchadas,
llego a tiempo a los cines, cedo mi asiento a las señoras.
El largo desarreglo de los sentidos me va mal. Opto
por el dentífrico y las toallas. Me vacuno.
Mira qué pobre amante, incapaz de meterse en una fuente
para traerte un pescadito rojo
bajo la rabia de gendarmes y niñeras.

Julio Cortázar

jueves

A la muerte de Cortázar, escribió Borges

"Hacia 1947 yo era secretario de redacción de una revista casi secreta que dirigía la señora Sarah de Ortiz Basualdo. Una tarde, nos visitó un muchacho muy alto con un previsible manuscrito. No recuerdo su cara; la ceguera es cómplice del olvido. Me dijo que traía un cuento fantástico y solicitó mi opinión. Le pedí que volviera a los diez días. Antes del plazo señalado, volvió. Le dije que tenía dos noticias. Una, que el manuscrito estaba en la imprenta; otra, que lo ilustraría mi hermana Norah, a quien le había gustado mucho. El cuento, ahora justamente famoso, era el que se titula "Casa Tomada". Años después, en París, Julio Cortázar me recordó ese antiguo episodio y me confió que era la primera vez que veía un texto suyo en letras de molde. Esa circunstancia me honra.

Muy poco sé de las letras contemporáneas. Creo que podemos conocer el pasado, siquiera de un modo simbólico, y que podemos imaginar el futuro, según el temor o la fe; en el presente hay demasiadas cosas para que nos sea dado descifrarlas. El porvenir sabrá lo que hoy no sabemos y cursará las páginas que merecen ser releídas. Schopenhauer aconsejaba que, para no exponernos al azar; sólo leyéramos los libros que ya hubieran cumplido cien años. No siempre he sido fiel a ese cauteloso dictamen; he leído con singular agrado "Las armas secretas" de Julio Cortázar y sus cuentos, como aquel que publiqué en la década del cuarenta, me han parecido magníficos. "Cartas de mamá", el primero del volumen, me ha impresionado hondamente.
Una historia fantástica, según Wells, debe admitir un solo hecho fantástico para que la imaginación del lector la acepte fácilmente. Esta prudencia corresponde al escéptico siglo diecinueve, no al tiempo que soñó las cosmogonías o el Libro de las Mil y Una Noches. En "Cartas de Mamá" lo trivial, lo necesariamente trivial, está en el título, en el proceder de los personajes y en la mención continua de marcas de cigarrillos o de estaciones del subterráneo. El prodigio requiere esos pormenores.
Otro rasgo quiero indicar. Lo sobrenatural, en este admirable relato, no se declara, se insinúa, lo cual le da más fuerza, como en el "Izur" de Lugones. Queda la posibilidad de que todo sea una alucinación de la culpa. Alguien que parecía inofensivo vuelve atrozmente.
Julio Cortázar ha sido condenado, o aprobado, por sus opiniones políticas. Fuera de la ética, entiendo que las opiniones de un hombre suelen ser superficiales y efímeras"

Jorge Luis Borges (escrito en 1984, a días de la muerte de Julio Cortázar)

Ilustración: Caricatura del encuentro entre Borges, Cortázar y Kodama frente a "El perro semihundido" de Francisco de Goya en el Museo del Prado, por Juan Lázaro Rearte.